Algunas observaciones sobre la represión del movimiento estudiantil.
Todos conocemos y condenamos la represión desatada en Barcelona contra los estudiantes que se manifestaban contra la implantación del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), comúnmente denominado Plan Bolonia. Un proceso que, como ellos mismos señalan, condena a muerte el propio concepto de universidad: no sólo cuestiona el acceso universal a la enseñanza superior, sino que sacrifica el proyecto de una verdad universal a las necesidades investigadoras que en cada momento determinen las empresas, amas de la Academia en esta sociedad del conocimiento tan invocada por los neoconservadores. Tienen (tenemos) razón al protestar y la policía, como siempre, se equivoca. Pero no vamos a ser condescendientes con los estudiantes: esta vez, ellos también se equivocan en algo.
Muchos han reaccionado con asombro ante lo ocurrido, considerando esa intervención de los Mossos d’Esquadra como impropia de una democracia avanzada. Si a nuestro régimen político se adecua o no el término “democracia” es una cuestión que vamos a ignorar por ahora; lo que nos interesa señalar es que la represión no ha desaparecido con la Transición y que sigue en el orden del día en esa Europa Ilustrada que nuestros dirigentes muestran como un ejemplo a seguir en materia de derechos humanos. Diremos, incluso, que la Transición y esa Europa Ilustrada son el nuevo aspecto de esa incesante represión a golpe de la cual avanza la historia. “El Estado de excepción es la norma”, han expresado otros, entre los cuales destacamos a Walter Benjamin por su explicitud.
Todo orden social susceptible de ser discutido y subvertido, cuenta con procedimientos, más o menos programados y más o menos legales, para prevenir, disimular, recuperar y, llegado el caso, reprimir cualquier disidencia. Tan conocido como los recientes sucesos de Barcelona resulta el asesinato a manos de un policía del joven anarquista griego Alexandros Grigoropoulos y las detenciones efectuadas contra personas que, en diversos rincones del mundo, han querido rendirle un justo homenaje. Quizá más desapercibidos hayan pasado el montaje mediático y policial contra los Nueve de Tarnac; la criminalización de la Coordinadora Antifascista y el ahogo al cual la mantiene sometida el aparato judicial; el acoso patronal y policial, las detenciones, las torturas y las agresiones fascistas que sufren cotidianamente nuestros compañeros de la CNT-AIT; o el proceso abierto contra los detenidos en Madrid en el marco de las movilizaciones espontáneas por una vivienda digna. Si nos remontamos a fechas algo menos cercanas, enseguida nos vienen a la memoria el Caso Scala, los Grupos Armados de Liberación, el desalojo con fuego real de Euskalduna o la infiltración policial que provocó el encarcelamiento del anarcosindicalista Eduardo García. Existe una siniestra continuidad represiva que une las democracias avanzadas a los primeros regímenes autoritarios de la historia y las emparienta con las cámaras de gas.
Las últimas cargas policiales contra los estudiantes no son otra cosa que la punta del iceberg, el último recurso de un sistema que ha fracasado a la hora de contrarrestar por otras vías el movimiento estudiantil. No bastaron las detenciones ejemplarizantes de Manu y Dani durante las manifestaciones contra la LOU, como no han bastado la apertura de expediente a los estudiantes que ocuparon el rectorado de la UAB, ni los intentos de alienar la voluntad de los estudiantes en delegaciones de alumnos y sindicatos amarillos, ni la reciente campaña a favor del EEES emprendida entre el Ministerio de Ciencia e Innovación y las corporaciones mediáticas, profesionales y tecnológicas, como buen ejemplo de la colaboración entre el sector público y el privado que pretenden normalizar los neocons. El nivel de represión al que asistimos actualmente es proporcional al nivel de conflictividad perceptible en las universidades, calles, centros sociales y culturales e, incluso, en los propios medios de comunicación.
Si, como pensamos, el Estado de excepción es la norma, entonces su máscara de buen amo –de patrón de izquierdas, de “poli bueno”, de banquero solidario, de industrial ecologista, de baronesa filantrópica– cae a la vez que los oprimidos renuncian a su rol de buenos esclavos –de consumidores, de ciudadanos, de voluntarios– y forjan su nueva identidad por oposición al establishment; en última instancia, la represión actúa como un espejo ante el cual las colectividades oprimidas pueden tomar consciencia del lugar que ellas mismas ocupan dentro de la historia.
Resulta lógico, pues, que los mismos en sorprenderse de la represión sean los mismos que, con gran victimismo, aseguran a la sociedad que no debe temer la lucha de los buenos e inofensivos estudiantes. Tan lógico, como curioso resulta que en esto coincidan con esos policías que se escudan en la “infiltración de elementos antisistémicos”, presentados como los verdaderos causantes del desorden público y la violencia, por oposición al civismo de los estudiantes. A día de hoy, se sabe muy bien que el estudiantado, asimilado por completo por la sociedad (a tal punto que existen auténticas ciudades universitarias), carece de cualquier potencial desestabilizador, pese a constituir uno de los grupos sociales más depauperados, como ya señaló en su momento el situacionista Mustapha Khayati. Su nula integración en el tejido productivo, su identificación con los habitus de la clase dominante, el control social que profesores, padres y caseros ejercen sobre él (víctima de una minoría de edad prolongada) o su activo papel de consumidor: hemos aquí algunos de los motivos que explican las inevitables limitaciones del movimiento estudiantil. De cuya consciencia no escapa ni siquiera el universitario más comprometido.
¿Cómo se explica, entonces, la represión tan explícita a la que está siendo sometida la comunidad estudiantil en el Estado español? De un tiempo a esta parte, se ha ido desarrollando una serie de procesos que merecen nuestra atención. Por un lado, se ha fortalecido la autonomía de lo estudiantes, coordinados mediante organizaciones o estructuras de carácter asambleario, horizontal y autogestionario. Por otro, se ha radicalizado su discurso. Ya no se teme señalar al Capital y al Estado burgués como enemigos de la universidad y cada vez son más aquellas personas que exigen un replanteamiento de la estrategia, conciliadora y buenista, seguida hasta la fecha. Toda vez que se acerca el momento de la definitiva adaptación de la universidad española al EEES, se impacienta el ánimo de los estudiantes, más escépticos que nunca ante la posibilidad de una moratoria o un debate público real. Ni los encierros pacíficos, ni las recogidas de firmas, ni los referéndums han conducido al fin anhelado, pese a la adhesión masiva obtenida en algunas ocasiones. “¿Qué hacer?”, se preguntan. La acción directa de unos pocos, así como la reciente victoria de los estudiantes griegos, suenan como una respuesta.
En resumidas cuentas, se está efectuando un salto cualitativo hacia una teoría y una praxis que, además de contra el EEES, arremeten contra el modo de producción que lo vuelve posible y necesario. El marco de la reformista lucha estudiantil está siendo trascendido por el marco de la revolucionaria lucha de clases. En muchos casos, los estudiantes a los cuales estamos aludiendo son también aquellos jóvenes que ocupan los empleos más precarios de la sociedad y no quieren seguir soportando las patologías y formas de poder inherentes a estas nuevas formas de trabajo. Más que detener una mera reforma educativa, desean poner término a la deriva en la que se encuentran sus vidas, a la quiebra del vínculo social, de la cual el EEES no es más que uno de sus múltiples síntomas.
Pero no nos hagamos ilusiones. Este episodio de brutalidad policial no deja de ser comparativamente débil, señal de lo mucho que todavía debemos hacer para que la lucha en contra del EEES se englobe dentro de la lucha a muerte entre el proletariado y la burguesía por el control de los medios de producción. Los mecanismos represivos son más sutiles de lo que aparentan y hace tiempo que la clase dominante aprendió a conservar su poder mediante fuerzas auxiliares a las armas; entre ellas, la cárcel de los futuribles y las vanas esperanzas se ha mostrado altamente eficaz a la hora de abortar procesos transformadores. ¡Cuidado con los espejos deformantes! No es raro que el poder establecido azuce a sus perros contra nosotros para ocultarnos que ni siquiera tendremos oportunidad de perder la lucha –pues ninguna lucha hemos emprendido– y, así, calmar nuestra mala conciencia de revolucionarios sin revolución.
Contra la represión que padecen los estudiantes, rescatemos del olvido aquellos lemas que llamaban a nuestros padres y abuelos a la auto-organización de toda la clase trabajadora en pos de una sociedad igualitaria. La máscara del Estado de excepción ha caído. Hay un mundo por reinventar.
Grupo Anarquista Star